Colgaba la noche sobre nuestras cabezas,
Mara, con nombre de árbol, hacía los honores:
de un chispazo nos encendía las conciencias.
Era una plaza nocturna y cuadrada,
habitada no más que por los perros y los gemidos
de los indescentes amoríos del verano en Muñiz.
El humo dulce entraba abriendo puertas,
se oía lo inaudible en el silencio,
los momentos se extendían en el tiempo horizontalmente,
cada pestaneo era un horizonte nuevo,
cada latido, un sacudir de entrañas.
Aspirábamos con la tibieza del humo
una estática felicidad que nos enclavaba en lo alto,
en lo más alto de un tobogán.
Por primera vez, el cuerpo me ajusta; me comprime.
Por primera vez, me salí de mi y sólo fui existencia;
atmósfera que todo lo cubría
y fui viento con olor a lluvia, grano de arena
y la interminable risa que acosa cualquier confesión.
Encumbrada en el punto más alto de los juegos, miré:
vi árboles, cuerpos enredados, las luces lentas de los autos
y la motaña de tetas de Mara
que desde la tierra, subiendose en la bici, me invita
"Baja, dale, vamos provocar el caos".
No hay comentarios:
Publicar un comentario