Hubiera dado más de mi tiempo
por escuchar lo que dice su silencio,
por ver como, difusamente, gravitan los colores
en sus inmediaciones.
Pero, por el contrario,
encarcelé en mis párpados
la muda imagen de su noctívaga silueta;
saturé mi boca de palabras,
de humo y saliva
como si, con eso, pudiera contener la impaciencia,
como si me fuera posible detener el tiempo
y resolver sus enigmas
o hacer que, algo de todo aquello valiera la pena,
inmortalizando la pictórica retención
del recuerdo detallado de una noche anaranjada
y sin besos;
que terminó ahí, apenas comenzado el día siguiente
y cuando el frío nos caía encima.
Otra vez, me quedé con la Luna a solas,
en un crepuscular estado,
y la convertí en mi novia
para quitarme gravedad.
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